APLAUSO DE CIELO 26 PARTE

 


APLAUSO DE CIELO 26 PARTE

…PORQUE EL REINO DE LOS CIELOS ES DE ELLOS.

4: EL REINO DEL ABSURDO

Sermones conmovedores, discípulos consagrados y nueve mil kilómetros de camino. Si sus sandalias no sonaban, su pluma estaba escribiendo. Si no estaba explicando el misterio de la gracia, estaba articulando la teología que llegaría a determinar el curso de la civilización occidental. Todas sus palabras podrían resumirse en una frase. «Predicamos a Cristo crucificado».  No es que no contara con otros bosquejos de sermones; lo que pasa es que no podía agotar el primero. Lo absurdo de todo el asunto era lo que lo incentivaba a seguir. Jesús debió terminarlo en el camino. Debió dejarlo para los buitres. Debió enviarlo al infierno. Pero no lo hizo. Lo envió a los perdidos. Pablo mismo lo calificaba de loco. Lo describía con expresiones tales como: «tropezadero» y «necedad», pero al final escogió llamarlo «gracia». 

Y defendió su lealtad inquebrantable diciendo: «El amor de Cristo nos constriñe».  Pablo nunca hizo un curso de misiones. Nunca participó de una reunión de comité. Nunca leyó un libro sobre crecimiento de la iglesia. Sólo lo inspiraba el Espíritu Santo y estaba ebrio del amor que convierte en posible lo que es imposible: salvación. El mensaje es cautivante: Muestre a un hombre sus fracasos sin Jesús, y el resultado puede ser hallado en la alcantarilla a la vera del camino. Déle religión sin recordarle su suciedad, y el resultado será arrogancia vestida en traje de tres piezas. Pero junte a los dos en un mismo corazón —logre que el pecado se encuentre con el Salvador y el Salvador con el pecado— y el resultado bien podría ser otro fariseo convertido en predicador que enciende al mundo. Cuatro personas: el joven dirigente rico, Sara, Pedro, Pablo. Un curioso hilo hilvana a los cuatro: sus nombres. A los tres últimos se los cambiaron: Sarai a Sara, Simón a Pedro, Saulo a Pablo. En cambio el primero, el joven, nunca se menciona por nombre. Quizás sea esa la explicación más clara de la primera bienaventuranza. El que se hizo famoso por sí mismo figura sin nombre. Pero los que invocaron el nombre de Jesús —y sólo su nombre— recibieron nombres nuevos y, además, vida nueva.


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