JOB Y SUS AMIGOS Parte dos


 JOB Y SUS AMIGOS 

1- PROSPERIDAD Y ORGULLO DE JOB

Parte dos

 Pero debe quedar claro al lector que Job era un verdadero santo de Dios, un alma divinamente vivificada, un poseedor de la vida divina y eterna. No podríamos insistir lo suficiente sobre este punto. Él era un hombre de Dios tanto en el primer capítulo como en el último. Si no nos percatamos de esto, nos privaremos de una de las grandes lecciones de este libro. El versículo 8 del primer capítulo establece este punto fuera de toda duda: “Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?”.  Sin embargo, a pesar de eso, Job nunca había sondeado las profundidades de su propio corazón. No se conocía a sí mismo. Nunca había captado realmente la verdad de su propia condición de ruina, de su total corrupción. Jamás había aprendido a decir: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Romanos 7:18). Si no se comprende este punto, no se entenderá el libro de Job. No captaremos el objetivo específico de todos esos profundos y penosos ejercicios por los que Job tuvo que pasar a menos que tengamos en claro el solemne hecho de que su conciencia nunca había estado realmente en la presencia  divina, que él nunca se examinó ante la luz, que jamás se midió con la vara divina y que nunca se pesó en la balanza del santuario de Dios. 

Si nos remitimos unos instantes al capítulo 29 hallaremos una fehaciente prueba de lo que acabamos de afirmar. Veremos allí de forma clara la profunda y robusta raíz de la satisfacción personal que había en el corazón de este querido y honrado siervo de Dios, y la manera en que esta raíz se nutría de las mismas señales del favor divino que le rodeaban. Este capítulo encierra un patético lamento por el brillo empañado de sus días pasados; además, el tono y el carácter de este lamento ponen de manifiesto cuán necesario era que Job se despojara de todo a fin de conocerse a sí mismo a la luz de la presencia divina que todo lo escudriña. Escuchemos sus palabras:  “¡Quién me volviese como en los meses pasados, como en los días en que Dios me guardaba, cuando hacía resplandecer sobre mi cabeza su lámpara, a cuya luz yo caminaba en la oscuridad; como fui en los días de mi juventud, cuando el favor de Dios velaba sobre mi tienda; cuando aún estaba conmigo el Omnipotente, y mis ojos alrededor de mí; cuando lavaba yo mis pasos con leche, y la piedra me derramaba ríos de aceite! Cuando yo salía a la puerta a juicio, y en la plaza hacía preparar mi asiento, los jóvenes me veían, y se escondían; y los ancianos se levantaban, y estaban de pie. Los príncipes detenían sus palabras; ponían la mano sobre su boca. La voz de los principales se apagaba, y su lengua se pegaba a su paladar. Continuará...


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