JOB Y SUS AMIGOS
1- PROSPERIDAD Y ORGULLO DE JOB
Parte 14
Esto es muy notable. Sus amigos, por lo visto, no habían pronunciado una sola palabra. Se sentaron en absoluto silencio, con sus vestiduras rasgadas y sus cabezas cubiertas de polvo, contemplando una aflicción tan profunda que era imposible de sondear. Job mismo fue quien rompió el silencio. Todo el tercer capítulo consiste en un desahogo de sus amargos lamentos, evidenciando así, tristemente, un espíritu indómito. Podemos decir con seguridad que es imposible que alguien que haya aprendido a decir en alguna medida: “Hágase tu voluntad”, pueda alguna vez maldecir el día en que nació o emplear el lenguaje que vemos en el tercer capítulo de nuestro libro. Sin duda, alguno puede decir: «Es fácil hablar cuando a uno jamás le ha tocado tener que soportar las terribles pruebas de Job.» Esto es muy cierto; y podemos agregar que ningún otro hombre habría
obrado mejor en semejantes circunstancias. Todo esto lo comprendemos perfectamente; pero no cambia en absoluto la gran enseñanza moral del libro de Job, enseñanza que tenemos el privilegio de aprender. Job era un verdadero santo de Dios; pero él —como todos nosotros— necesitaba conocerse a sí mismo. Necesitaba que las raíces ocultas de su ser moral fuesen descubiertas a sus propios ojos, de modo que pudiese verdaderamente aborrecerse y arrepentirse en polvo y ceniza. Y necesitaba, además, tener una percepción más profunda y verdadera de lo que Dios era, para así poder confiar en Él y justificarle en todas las circunstancias.
Todas estas cosas, empero, las buscaremos en vano en el primer discurso de Job. “Y exclamó Job, y dijo: Perezca el día en que yo nací, y la noche en que se dijo: Varón es concebido... ¿Por qué no morí yo en la matriz, o expiré al salir del vientre?” (3:2, 3, 11). Éstos no son los acentos de un espíritu contrito y quebrantado, ni de alguien que ha aprendido a decir: “Sí Padre, porque así te agradó” (Mateo 11:26). Se ha alcanzado un hito importante en la historia del alma cuando se es capaz de inclinarse mansamente ante todas las dispensaciones de la mano de nuestro Padre. Una voluntad quebrantada es un don precioso y extraordinario. Se ha alcanzado un grado elevado en la escuela de Cristo cuando se es capaz de decir: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación” (Filipenses 4:11). Pablo tuvo que aprender esto. No era conforme a su naturaleza; y seguramente jamás lo habría aprendido a los pies de Gamaliel. Tuvo que quebrarse por completo a los pies de Jesús de Nazaret antes de poder decir desde el fondo de su corazón: «Estoy contento.» Tuvo que sopesar el significado de estas palabras: “Bástate mi gracia”, antes de poder “gozarse en las debilidades” (2.ª Corintios 10:9-10). El hombre que fue capaz de emplear este lenguaje es el antípoda del que pudo maldecir el día en que nació, y exclamar: “Perezca el día en que yo nací.” Piense sólo en un santo de Dios, en un heredero de la gloria, diciendo: “Perezca el día en que yo nací.” ¡Ah, si Job hubiera estado en la presencia de Dios, nunca habría podido pronunciar semejantes palabras! Habría sabido perfectamente bien por qué había quedado con vida. Habría tenido un sentido claro y satisfactorio para su alma de lo que Dios tenía reservado para él. Habría justificado a Dios en todas las cosas. Pero Job no se hallaba en la presencia de Dios, sino en la de sus amigos, los cuales demostraron claramente tener poco —o ningún— conocimiento del carácter de Dios y del verdadero objetivo de Sus designios para con Su querido siervo Job.
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