JOB Y SUS AMIGOS parte 26

 


JOB Y SUS AMIGOS parte 26

2:DISCURSOS DE LOS AMIGOS DE JOB

 ¿Por qué esa tan fuerte tendencia a ofenderse ante el menor menosprecio que nos hagan? ¿Por qué, en fin, nuestras simpatías, nuestro respeto y nuestras preferencias se dirigen con tanta energía hacia aquellos que tienen un buen concepto de nosotros, que aprecian nuestro ministerio, que están de acuerdo con nuestras opiniones y que adoptan nuestras ideas? 

Todas estas cosas, ¿no nos dicen nada? ¿Acaso no nos llaman a despojarnos primeramente de nuestro gran egotismo antes de condenar el de nuestro antiguo patriarca? Seguramente que él no procedió bien; pero nosotros estamos mucho más enredados en el mal. El hecho de que un hombre que vivía en el ensombrecido crepúsculo de las lejanas épocas patriarcales se viera enredado en la trampa del orgullo, debería asombrarnos muchísimo menos que el de un santo en igual situación pero que se halla bajo la plena luz del cristianismo. Cristo aún no había venido. Ninguna voz profética había llegado todavía a oídos de los hombres. Ni siquiera la misma ley había sido dada cuando Job vivía, hablaba y pensaba. Podemos formarnos una muy somera idea, por cierto, del tan tenue rayo de luz que alumbraba la senda de los hombres en los tiempos de Job. Pero nosotros tenemos el elevado privilegio y la santa responsabilidad de andar en la luz cenital de un cristianismo cumplido. Cristo vino. Vivió, murió, resucitó y ascendió al cielo. Él envió al Espíritu Santo para morar en nuestros corazones, como testigo de Su gloria, como el sello de la redención cumplida y como las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida. El canon de la Escritura está cerrado. El círculo de la revelación está completado. La Palabra de Dios está concluida. Tenemos ante nosotros la historia divina de Aquel que se despojó a sí mismo y que iba de lugar en lugar haciendo el bien; el maravilloso relato de lo que hacía y de cómo lo hacía; de lo que decía y de cómo lo decía; de quién era y de lo que era. Sabemos que él murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras; que condenó el pecado y lo quitó de en medio; que nuestra vieja naturaleza —esa odiosa cosa llamada el yo, el «pecado», la carne— ha sido crucificada y enterrada a los ojos de Dios; que se puso fin a su poder sobre nosotros para siempre. Continuará...


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