EL DISCÍPULO EN UN TIEMPO MALO Parte 5


 EL DISCÍPULO EN UN TIEMPO MALO Parte 5

LA ACTITUD DEL HOMBRE DE FE SUPERIOR A LAS CIRCUNSTANCIAS 

¡Cuánta verdad y simplicidad hay en todo esto! “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5). Por lo tanto, si deseamos luz, no podemos hallarla sino en Su presencia; y sólo podremos conocer realmente el poder de Su presencia cuando llevemos a la práctica nuestra separación de todas las impurezas de la tierra. Observemos otro resultado de la santa separación de Daniel. “Entonces el rey Nabucodonosor se postró sobre su rostro y se humilló ante Daniel, y mandó que le ofreciesen presentes e incienso” (2:46). Aquí vemos al más orgulloso y poderoso monarca de la tierra a los pies de un cautivo. ¡Magnífico fruto de la fidelidad! ¡Preciosa demostración de esta verdad: que Dios honrará siempre la fe que puede, en alguna medida, elevarse a la altura de Sus pensamientos! Jamás deshonrará a aquellos que con plena confianza echen mano de sus inagotables tesoros. En esta memorable ocasión, Daniel experimentó por sí mismo, tan plenamente como nunca antes nadie lo había hecho, esta antigua promesa de Dios: “Y verán todos los pueblos de la tierra que el nombre de Jehová es invocado sobre ti, y te temerán… Te pondrá Jehová por cabeza, y no por cola; y estarás encima solamente, y no estarás debajo” (Deuteronomio 28:10-13). Seguramente, en la escena representada más arriba, Daniel se hallaba a “la cabeza” y Nabucodonosor a “la cola”, al menos si lo consideramos desde el punto de vista divino. Veamos todavía el mantenimiento de este nazareato en presencia del impío Belsasar (Daniel 5:17-29). ¿No tenemos aquí un testimonio tanto más magnífico de la preeminencia a la cual estaba destinada la simiente de Abraham, que cuando los capitanes de Josué ponían los pies sobre el cuello de los reyes de Canaán, o que cuando “toda la tierra procuraba ver la cara de Salomón, para oír la sabiduría que Dios había puesto en su corazón” (Josué 10:24; 1 Reyes 10:24)? Sin ninguna duda; y, hasta cierto punto, el testimonio es más magnífico aún. Es natural esperar una escena similar en la historia de Josué o en la de Salomón; pero, hallar a un orgulloso rey de Babilonia a los pies de uno de sus cautivos, es algo que excede con mucho todo lo que el hombre puede concebir. 

Sin embargo, esto se nos presenta aquí como una prueba sorprendente del poder que tiene la fe para triunfar sobre todo tipo de dificultades, y para producir los más maravillosos resultados. El poder de la fe sigue siendo el mismo, ya sea que actúe en las llanuras de Palestina, sobre el monte Carmelo, junto a los ríos de Babilonia o entre las ruinas de la Iglesia profesante. No hay cadenas que la puedan retener, ni persecución que la pueda enfriar, ni ningún cambio que la pueda alcanzar. Siempre se eleva al objeto que le es propio, y este objeto es Dios mismo, y su eterna revelación. Las dispensaciones cambian, los siglos siguen su curso, las ruedas del tiempo siguen girando y aplastando bajo su enorme peso las más caras esperanzas del pobre corazón humano; pero la fe permanece inconmovible: esta realidad inmortal, divina y eterna que bebe de la fuente de la pura verdad, y que encuentra todos sus recursos en Cristo, quien es “el camino, y la verdad, y la vida”. Por esta fe preciosa actuó Daniel cuando “propuso en su corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey” (1:8). Es cierto que ya no le era posible volver a la santa casa donde sus padres habían adorado. La ciudad santa había sido hollada por el rudo pie de un enemigo extranjero; el fuego había dejado de arder sobre el altar del Dios de Israel; el candelero de oro, con sus siete lámparas, no alumbraban más el lugar santo; pero la fe se encontraba en el corazón de Daniel, y esa fe lo transportó más allá de la influencia que pudieran ejercer las circunstancias que lo rodeaban, y le permitió apropiarse de “todas las promesas de Dios”, que son «Sí y amén en Jesucristo» (2 Corintios 1:20), y actuar según su eficacia. La fe no se ve afectada por templos en ruinas, por ciudades destruidas, por lumbreras apagadas ni por glorias extintas. Y ¿por qué? Porque Dios mismo no se ve afectado por ninguna de esas cosas. Dios siempre puede ser hallado, y la fe posee siempre la certeza de poder hallarlo. Continuará...


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