EL DISCÍPULO EN UN TIEMPO MALO Parte 7

 


EL DISCÍPULO EN UN TIEMPO MALO Parte 7

LA FE PROBADA AL EXTREMO: LA FE QUE VE AL INVISIBLE 

Pero, como lo dijimos, si bien nuestros nazareos rehusaron inclinarse ante la estatua del rey, tuvieron que soportar la ira del rey y el horno de fuego que éste había hecho encender. Por la gracia de Dios, estaban preparados para todo eso: su nazareato era algo real; estaban dispuestos a sufrir la pérdida de todas las cosas, incluso la misma vida, para defender el verdadero culto del Dios de Israel. Servían y adoraban a su Dios, no sólo bajo la apacible sombra de las vides y las higueras en la tierra de Canaán, sino también en presencia del “horno de fuego ardiente”. Confesaban a Jehová no sólo en medio de una congregación de verdaderos adoradores, sino también en presencia de un mundo enemigo. Ellos verdaderamente habían vencido como discípulos en un tiempo malo. Amaban al Señor, y, por amor a él, rechazaron los bienes del rey, resistieron su ira y soportaron el horno de fuego que dispuso para ellos. “Rey Nabucodonosor…, no es necesario que te respondamos sobre este asunto. He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado” (3:16-18). Tal era el lenguaje de hombres que sabían a quién pertenecían, y dónde se encontraban; de hombres que habían calculado el costo con calma y decisión; de hombres para los cuales el Señor era todo y el mundo nada. Todo lo que el mundo podía ofrecer, y su vida misma, estaba en juego; pero ¿qué les importaba? Lo soportaron todo “como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). La gloria eterna se presentaba ante ellos, y estaban perfectamente preparados para alcanzarla pasando a través de las llamas. Dios podía conducir a sus siervos al cielo en un carro de fuego, o a través de un horno ardiente, como bien le pareciere. Cualquiera que sea el modo de ir, es bueno estar allí. Pero, ¿acaso el Señor no habría podido impedir que sus amados siervos fuesen arrojados al horno ardiente? Sin ninguna duda; eso habría sido fácil para Él. Sin embargo, no lo hizo. Era su voluntad que la fe de sus siervos fuese puesta a prueba en el horno de fuego, que pasara por el crisol más ardiente, a fin de que “sea hallada en alabanza, gloria y honra” (1 Pedro 1:7). Si el refinador hace pasar el lingote de oro por el horno, ¿será porque no tiene ningún valor para él? ¡No, precisamente lo contrario!; y como alguien bien lo ha señalado: «Su objetivo no es solamente eliminar las impurezas del metal, sino también hacer que resplandezca con más brillo». 

Es evidente que si, por un acto de poder, el Señor hubiese impedido que se lanzara a sus siervos al horno de fuego, habría resultado en menos gloria para él, y, por consecuencia, en menos bendición para ellos. Fue infinitamente mejor que gozaran de Su presencia y simpatía en el horno, que si Su poder los hubiese guardado de ser arrojados en él. ¡Qué gloria resultó para él, y qué inmenso privilegio para ellos! El Señor había descendido para andar con sus nazareos en el horno adonde fueron arrojados por su fidelidad. Habían andado con Dios en el palacio del rey, y Dios anduvo con ellos en el horno del rey. Fue el momento más bendecido de la carrera entera de Sadrac, Mesac y Abed-nego. ¡Qué poco imaginaba el rey la elevada posición en la que estaba poniendo a los objetos de su ira y furia! Todos los ojos se habían vuelto de la gran estatua de oro para contemplar con asombro a los tres cautivos. ¿Qué quería decir eso? “¡Tres varones atados!” “¡Cuatro varones sueltos!” ¿Podía ser esto real? ¿Era real el horno? ¡Lamentablemente, los “hombres más poderosos” del ejército del rey, habían probado que era real!, como lo habría hecho la estatua de Nabucodonosor si hubiese sido lanzada en él. No había ningún elemento del que hubiese podido agarrarse un escéptico o un incrédulo. Era un verdadero horno, una verdadera llama, y estos tres “varones fueron atados con sus mantos, sus calzas, sus turbantes y sus vestidos”. Todo era realidad. Pero había una realidad aún mayor: Dios estaba allí, y Su presencia cambiaba todas las cosas; ella cambió “el edicto del rey”, transformó el horno en un lugar de elevada y santa comunión, e hizo de los hombres atados por Nabucodonosor, hombres sueltos por Dios. ¡Dios estaba allí!; allí, en su poder soberano, para hacer ver toda la vanidad de la oposición del hombre; allí, en toda su profunda y tierna compasión para con sus siervos probados y fieles; allí, en Su gracia incomparable para poner en libertad a los cautivos y para atraer los corazones de sus nazareos a esa íntima comunión con él de la que tan ardiente sed tenían. continuará... 


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