EL HOMBRE DE DIOS: capítulo 13


 EL HOMBRE DE DIOS

                2- UN HOMBRE EN CRISTO

¡Qué reposo! ¡Qué consuelo! ¡Qué fuerza! ¡Qué elevación moral! ¡Qué dulce alivio para las pobres almas cargadas que han buscado vanamente, por años tal vez, encontrar la paz mediante el mejoramiento de uno mismo! ¡Qué liberación de la miserable esclavitud del legalismo, en todas sus fases, se obtiene al encontrar el precioso secreto de que mi yo culpable, perdido y arruinado —aquello que yo, por todos los medios posibles, he estado tratando de mejorar—, ha sido dejado de lado completamente y para siempre; que Dios no busca ninguna enmienda en él; que ha condenado al yo y lo hizo morir en la cruz de su Hijo! ¡Qué respuesta hay aquí para el monje, el asceta y el ritualista! ¡Oh, si este cristianismo celestial, divino, espiritual, fuera comprendido en todo su poder emancipador; si sólo fuese conocido en su poder y realidad vivientes, seguramente liberaría al alma de las mil y una formas de corrupción religiosa mediante la cual el principal engañador y enemigo está arruinando a millones de almas! Podemos decir verdaderamente que la obra maestra de Satanás, su esfuerzo más exitoso contra la verdad del Evangelio, contra el cristianismo del Nuevo Testamento, se ve en el hecho de que conduce a la gente inconversa a adoptar y aplicar a sí mismos ordenanzas de la religión cristiana y a profesar muchas de sus doctrinas. De esta forma, ciega sus ojos e impide que vean su verdadera condición, arruinada, perdida y culpable, y logra asestar un golpe mortal al puro Evangelio de Cristo. El mejor remiendo que jamás se pudo haber puesto en el “vestido viejo” de la naturaleza arruinada del hombre, es la profesión exterior de cristianismo sin la vida divina; y cuanto mejor es el remiendo, peor se hace la rotura (véase Marcos 2:21). 

Escuchemos atentamente las tan significativas palabras del apóstol Pablo, el mejor maestro y exponente del verdadero cristianismo que el mundo jamás haya visto: “Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” —nótese que dice “no yo… mas Cristo”— “y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:19-20) Continuará...


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