EL HOMBRE DE DIOS Capítulo 27

                               


EL HOMBRE DE DIOS

                        3- EL HOMBRE DE DIOS 

Todo tipo de herejías, errores y males se estaban infiltrando. Los límites fijados por los antiguos corrían peligro de ser arrastrados por la corriente de la apostasía y la corrupción. Frente a todo esto, el hombre de Dios debe cobrar ánimo y valor para esa ocasión. Debe sufrir penalidades, retener la forma de las sanas palabras, guardar el buen depósito que le ha sido encomendado, esforzarse en la gracia que es en Cristo Jesús, no enredarse en los negocios de esta vida —aunque bien puede estar ocupado en sus actividades ordinarias—; debe mantenerse libre como soldado, aferrarse al firme fundamento de Dios, purificarse de los vasos para deshonra dentro de la casa grande, huir de las pasiones juveniles, y seguir “la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor”. Debe evitar “las cuestiones necias e insensatas”, apartarse de los profesantes sin vida y puramente formales; estar enteramente preparado para toda buena obra, y perfectamente equipado con el conocimiento de las Sagradas Escrituras. Debe predicar la palabra, instar a tiempo y fuera de tiempo, ser vigilante en todas las cosas, soportar las aflicciones y hacer la obra de evangelista. 

¡Qué categoría para un hombre de Dios! ¿Quién es suficientemente apto para estas cosas? ¿Dónde se obtiene el poder espiritual práctico para tales trabajos? En el propiciatorio. El hombre de Dios hallará este poder en la paciente, diligente y confiada dependencia del Dios viviente, y en ninguna otra cosa. Todos nuestros recursos están en Él; sólo tenemos que acercarnos a él, quien es suficiente para el día más oscuro. Las dificultades son nada para él, y son sustento para la fe. En efecto, las dificultades más graves, son simplemente sustento para la fe, y el hombre de fe puede alimentarse de ellas y crecer y hacerse fuerte. La incredulidad dirá: “¡Hay un león rugiente en el camino!”; pero la fe puede matar al león más fuerte que ruja en el camino del nazareo de Dios. Es el privilegio de todo verdadero creyente estar muy por encima de todas las influencias hostiles que lo rodean —sin importar cuáles sean ni de dónde provengan—, y, en la calma, la quietud y el resplandor de la presencia divina, gozar de una comunión tan elevada, y gustar de tan ricos y extraordinarios privilegios, como jamás se conoció en los días más brillantes y prósperos de la Iglesia. Continuará...


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