DIOS POR NOSOTROS Capítulo 4

1-EL DON DE SU HIJO Ahí radica la base de la responsabilidad del hombre respecto al evangelio de Dios. En efecto, si es cierto que Dios amó al mundo de tal manera que entregó a su Hijo unigénito, si “la justicia de Dios es para todos” (Romanos 3:22), si la benévola voluntad de Dios es que “todos sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2:4), si “no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9), entonces todo ser humano que oye este glorioso evangelio es colocado bajo la más solemne responsabilidad de creer y ser salvo. Nadie, con honestidad y veracidad, puede darse vuelta y decir: «Yo anhelaba ser salvo, pero no pude, porque no era uno de los elegidos. Ansiaba huir de la ira venidera, pero me lo impidió la barrera invencible del decreto de Dios, que me destinó irresistiblemente a un infierno eterno». De tapa a tapa del libro de Dios, en toda la gama de Sus caminos con sus criaturas, en los aspectos de su carácter o en los preceptos de su gobierno moral, no existe el menor fundamento para tal objeción. Todo ser humano queda sin excusa. Dios puede decir a todos los que han rechazado su evangelio: “¡Cuántas veces quise… y no quisiste!”. No hay en la Palabra de Dios tal cosa como la reprobación, en el sentido de que Dios haya destinado a la condenación eterna a ningún número de sus criaturas. El fuego eterno está preparado para el diablo y sus ángeles (Mateo 25:41). Los seres humanos se precipitarán en él por su propia voluntad. “Los vasos de ira” son preparados, no por Dios, sino por ellos mismos, “para destrucción” (Romanos 9:22). Todo el que vaya al cielo tendrá que dar las gracias a Dios por ello. Todo el que se halle en el infierno tendrá que reprocharse a sí mismo por ello. Además, hemos de recordar siempre que el pecador no tiene nada que ver con decretos no revelados de Dios. ¿Qué sabe él, qué puede saber, de tal cosa? Nada en absoluto. Pero sí tiene que ver con el amor de Dios públicamente revelado, con su misericordia ofrecida, con su salvación gratuita, con su evangelio glorioso. Podemos afirmar sin ningún temor que, mientras brillen en el registro de Dios estas resplandecientes y gloriosas palabras: “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17), es imposible que ningún descendiente de Adán diga con verdad: «Yo quería ser salvo, pero no pude. Tenía sed del agua viva, pero no pude llegar a ella. Continuará...

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