COLECCION DE ESCRITOS MISCELANEOS TOMO 1 CAPÍTULO 46

Tomo I 10- “HERMANOS SANTOS” Él es la Cabeza, el Jefe, de esta nueva creación a la que pertenecemos, el Primogénito entre muchos hermanos, de quienes no se avergüenza, puesto que los ha puesto sobre el mismo terreno que Él, y los ha traído a Dios, no sólo según la perfecta eficacia de su obra, sino según la perfecta aceptación y la infinita preciosidad de su persona delante de Dios. “El que santifica y los que son santificados, de uno son todos.” ¡Palabras maravillosas! Meditémoslas, querido lector. Notemos la profunda, sí, la inconmensurable diferencia que existe entre “el que santifica” y “los que son santificados”. El Señor, personalmente, de una manera intrínseca, en su humanidad, podía ser “el que santifica”. Nosotros, personalmente, en nuestra condición moral, en nuestra naturaleza, tenemos necesidad de ser santificados. Pero —¡el universo entero alabe su Nombre por la eternidad!— es tal la perfección de su obra, tales son las “riquezas” y “la gloria” de su gracia, que podía ser escrito: “Como él es, así somos nosotros en este mundo.” “El que santifica y los que son santificados, de uno son todos” (1.ª Juan 4:17; Hebreos 2:11). Todos están sobre un mismo plano, y eso por siempre. Nada puede sobrepasar la grandeza de este título y esta posición. Estamos delante de Dios según todos los gloriosos resultados de su obra perfecta y según toda la aceptación de su Persona. Él nos ha unido consigo, en su vida de resurrección, y nos ha hecho participantes de todo lo que tiene y de todo lo que es como hombre, salvo su Deidad, naturalmente, que es incomunicable. Prestemos particular atención a lo que implica el hecho de que necesitábamos ser “santificados”. Ello pone de manifiesto de la manera más fuerte y clara, la ruina total, sin esperanza y absoluta en que se halla cada uno de nosotros. No importa, en lo que toca a este aspecto de la verdad, quiénes éramos o qué éramos en nuestra vida personal y práctica. Continuará...

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