EL REMANENTE Capítulo 13

Antes de concluir este escrito, deseo presentar todavía al lector dos o tres ilustraciones más tomadas de las preciosas páginas del Nuevo Testamento. Al comienzo del evangelio de Lucas tenemos el hermoso cuadro de un remanente en medio de una profesión vacía y sin corazón. Oímos las piadosas expresiones de los corazones de María, de Elisabet, de Zacarías y de Simeón. Vemos a Ana, la profetisa, que hablaba de Jesús a todos los que esperaban la redención en Jerusalén. Recuerdo haber oído decir a mi querido y venerado amigo J. N. D. respecto de Ana: «No sé exactamente cómo ella se las arreglaba para llegar a todos, pero sí que lo hizo.» Ella llegaba a todos porque amaba al Señor y a aquellos que le pertenecían, y era su deleite dar con ellos para hablarles de Jesús. Es el mismo caso del remanente que vimos en Malaquías. Nada puede ser más precioso ni más refrescante para el corazón. Era el fruto exquisito y fragante de un verdadero y profundo amor por el Señor, en contraste con las fatigantes y odiosas formas de una religiosidad muerta. Pasemos ahora a considerar la epístola de Judas. Allí vemos a la cristiandad apóstata bajo todas sus terribles formas de iniquidad, así como en Malaquías habíamos visto al judaísmo apóstata. Pero nuestro objetivo no es ocuparnos de la cristiandad apóstata, sino del remanente cristiano. Bendito sea el Dios de gracia que nunca deja de haber un remanente, distinguido de la masa de profesión corrupta, y caracterizado por la fidelidad y devoción a Cristo, por el celo hacia Sus intereses y por el afecto genuino hacia cada miembro de Su amado cuerpo. A este remanente, el inspirado apóstol dirige su solemne y trascendente epístola. No se dirige a ninguna asamblea en particular, sino “a los llamados, santificados, en Dios Padre, y guardados en Jesucristo: Misericordia y paz y amor os sean multiplicados” (v. 1- 2). Continuará...

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