LA PLENA SUFICIENCIA DE CRISTO CAPÍTULO 15

2- NUESTRA SEGURIDAD DEL PERDÓN DE LOS PECADOS Finalmente, en cuanto a la esfera o ámbito, es “todas las naciones”. Esto me incluye a mí, sin duda alguna. No hay ninguna clase de excepción, condición ni calificación. Las noticias preciosas tenían que ser llevadas en volandas, en las alas del amor, a todas las naciones, a todo el mundo, a toda criatura bajo el cielo. ¿Cómo podría excluirme yo a mí mismo de esta comisión de extensión universal? ¿Pongo en duda, por un momento, que Dios destina para mí los rayos de su sol? ¡Seguro que no! ¿Y por qué habría yo de poner en duda el hecho precioso de que el perdón de los pecados es para mí? ¡Ni por un solo instante! Eso es tan seguro para mí, como si yo fuese el único pecador bajo la bóveda del cielo de Dios. La universalidad de su condición excluye toda duda en cuanto a que ese perdón esté designado para mí. Y, por si fuera necesario algo más para animarnos, con seguridad se halla en el hecho de que los bienaventurados embajadores debían empezar “por Jerusalén” —el punto más culpable en toda la faz de la tierra—. Tenían que hacer el primer ofrecimiento del perdón a los mismos asesinos del Hijo de Dios. Esto lo lleva a cabo el apóstol Pedro con aquellas palabras de sublime y maravillosa gracia: “Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad” (Hechos 3:26). No es posible concebir ninguna cosa de tanta riqueza y magnífica plenitud como ésta. La gracia que pudo alcanzar a los asesinos del Hijo de Dios, puede alcanzar a cualquiera. La sangre que pudo limpiar la culpa de un crimen tan grave, puede limpiar al pecador más vil que se halle todavía fuera del recinto del infierno. Continuará...

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